Vivimos en un mundo donde nos podemos permitir ser
veganos o vegetarianos. Las leches de soja o de almendras, libres de contenido
animal, llenan las estanterías de los supermercados, junto a las hamburguesas
de tofu o las salchichas de seitán.
Tenemos esa opción, cuando no hace mucho nuestros
abuelos pasaron una época en la que comían hasta gato si no encontraban otra
cosa.
Vivimos en un mundo en el que la leche ahora es
más sana si es desnatada, sin esa nata amarilla que la cubría cuando nuestras madres
la hervían, directamente compradas en la vaquería.
Nos permitimos elegir entre mil y un yogures que
nos ayudan a ir al baño, a tener más calcio en los huesos e incluso a que
nuestros bebés crezcan sanos y fuertes por un «módico» precio. ¡Incluso el colesterol
se sana con una botellita al día de un líquido mágico! Y existe otra que te
eleva las defensas. Además, tenemos «delicatessen»
curiosas, como las hoy llamadas patatas de guarnición, que antes se les echaba
a los marranos para comer.
Vivimos en un mundo en el que es más importante
cuántos «me gusta» obtenemos antes que recibir un educado «buenos días». Un
mundo en el que preferimos ir a un centro comercial antes que a un negocio
pequeño para no tener que hablar más que lo imprescindible con el dependiente,
y en el que raramente encontrarías un delantal a cuadros sencillamente porque
ya no los venden.
Un mundo en el que los perros visten ya mejor que sus
dueños, mientras que los gatos comen delicias de rape y gambas.
Un mundo en el que las comidas son cocinadas con
prisas, sin el cariño del fogón, y a veces incluso salen de cartones que se
calientan en cinco minutos en los microondas.
Los coches, más seguros ahora, no evitan que sin
embargo haya más muertes que antes ocasionadas por el loco tráfico al que nos
exponemos.
Vivimos diferente, igual que morimos diferente,
pues ya ni velar a los difuntos está en boga. Se cierran las puertas de la
sala, escasos son los velorios.
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